Full House

Recibir visitas cuando se vive lejos puede ser uno de los momentos más especiales del año y el más esperado.

Cuando vives lo suficientemente lejos de casa, las visitas de familiares y de amigos se cuenten en semanas y no en días. Estas visitas y al mismo tiempo, reencuentros suelen ser muy esperados, van de la mano de una gran carga emocional y en más de una ocasión, de algún desencuentro.

Recibir estas visitas te hacen sentir muy afortunado (supongo que en la mayoría de los casos, aunque se de algunos desafortunados). La espera se suele hacer larga, el tiempo de disfrute, corto, y las despedidas, cada vez más difíciles. Los días son intensos, las actividades se multiplican (al igual que las lavadoras), la rutina queda de lado, los recuerdos salen a la luz, las fotos abundan, las charlas (y mates) son el pan del día, se ríe hasta las lágrimas, se formatea y, en caso de ser necesario, se hace un pequeño «update» en las tendencias del lenguaje materno, se recuerda a los que ya no están, pero que estuvieron y se generan hermosos momentos, que serán los recuerdos que serán recordados en las próximas visitas.

En nuestro caso, nos encanta recibir visita. Creo que en promedio recibimos anualmente más de alguna. Disfrutamos muchísimo ser anfitriones. Muchas veces nos preguntan si no nos cansamos, a lo cual siempre respondemos que hay diferentes variantes de disfrute y por lo tanto, de visita, pero siempre fueron positivas. Las hay que se repiten todos los años y tal es el grado de confianza, que poco hace falta hacer, las hay únicas y las hay más elocuentes. La verdad es que, en casi 14 años recibiendo gente en casa, no tuvimos nunca una mala experiencia. Las hay mejores y peores, las hay más especiales, pero ninguna que no repetiríamos.

Por supuesto que a mi marido le encanta recibir “mi gente” de la misma manera que a mí. Este dato no debería pasar desapercibido, porque no es algo que sucede con tanta comprensión y naturalidad.

Pero también las visitas implican «convivir» con ideales y pensamientos diferentes, costumbres olvidadas o ajenas. Pero, por sobre todo, son espejos, en los cuales hemos dejado de mirarnos, conscientemente. Son cajones cerrados, empolvados y olvidados, que un día, por que así lo quiere la historia, vuelven a abrirse. Por que en algunos casos son cicatrices que aún estan curando y a pesar de las curitas que se pueden llevar encima, duelen por debajo. En otros casos, el reencontrarse nos encuentra en frequencias diferentes, con vidas opuestas.

Estas últimas semanas estuvimos acompañados de mis hermanas y mi papá que vinieron a acompañar a Male en su segundo cumpleaños y celebrar las fiestas en familia, en el frío, con nosotros. Es un gran sacrificio que nos hace felices a todos. Porque ellos se llevan los mejores recuerdos y nosotros, nos quedamos con ellos, atesorados, fuerte.

Yo, por mi parte, sigo abriendo las puertas de mi casa, sigo apostando a las visitas. Porque llenan el alma, porque son pequeños regalos que recibimos, es un canal de transporte a aquella tierra que nos vió nacer. Es volver a sentirse en casa, lejos de la misma. Y cuando se van, que pena da!

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