Tengo 36 años y en mi haber, 9 lugares de residencia diferentes (lease como cambio de ciudad y no de domicilio, de esos tengo muchos más). Es decir, en promedio, cada 4 años, un dejarlo todo y volver a empezar en otro lugar. Claro que no es así, mis estadías en cada sitio fueron totalmente irregulares (desde los 6 meses hasta los 14 años, que fue el máximo que viví en un sitio ininterrumpidamente). De hecho, nunca lo había pensado de esta manera. Quizás esa es la razón por la cual que nunca me termino de identificar con un lugar. Suelo decir que soy de acá y de allá- principalmente desde que vivo aquí y es recurrente la pregunta, ¿de qué lugar de Argentina sos? Suelo responder la obviedad, de Río Negro. Pero no es del todo cierto. ¿Es donde más años viví? No. Llevo en Suiza los mismos años que viví allí. ¿Es donde nací? Tampoco. ¿Donde me críe? Si. Y ante la pregunta ¿De dónde me siento? Un poco acá, un poco de allá. Quizás esta ambigüedad de sentimientos es una ayuda importante a la hora de adaptarse a otro lugar.

Ph: Cecilia Furlan
Retomando el tema principal
Fuera de mis últimas dos residencias, siempre he vivido en ciudades, de todos los tamaños, desde 80.000 a muchos millones de habitantes. Me encantan las ciudades, su movimiento, la posibilidad de tenerlo todo a mano, el anonimato, recorrerla sin saber dónde desembocarás, la idea de perderme en ellas. Sus mecanismos, sus recovecos, su historia, las historias de sus habitantes. Me enloquecen las ciudades cosmopolitas, donde puedes descubrir un trocito del mundo en cada esquina. Donde todo se mezcla, idiomas, aromas, culturas, pensamientos. Hay ciudades que se llevan mis suspiros, como Chicago o Madrid, hay ciudades donde quisiera volver una y otra vez, tan solo para sentir su pulso, como Buenos Aires, Londres o New York, ciudades que no terminan de sorprenderme con sus diferentes matices, como Zürich, Berlín. Hay ciudades donde algunas partecitas mías siguen habitándolas, en sueños o en recuerdos, como Kansas city, Palma de Mallorca o Córdoba. También ciudades añoradas, como General Roca o San Martín de los Andes. Y el listado puede ser interminable.

Pero el pueblo, ay los pueblos (sobre todo los de la región pampeana de Argentina) se llevan todos mis suspiros. Tendrá que ver su horizonte infinito, sus puestas de sol, sus campos de trigo, sus molinos de antaño, mis recuerdos en un pequeño pueblito del norte de la provincia de La Pampa, llamado Alta Italia, donde pasé, definitivamente, mis mejores vacaciones en la infancia. Quizás las horas muertas de la siesta, el calor en el verano, las calles vacías, el olor a tierra mojada, la amabilidad de las personas. Durante mi paso por la universidad, tuve la suerte y la oportunidad de pasar muchos de mis feriados largos en Vicuña Mackenna, al sur de la provincia de Córdoba. Y todo lo nombrado anteriormente, se repite.

Ph: Gastón Bättig
Cuando llegué a Suiza, bajo una corta estadía de unos meses en la ciudad capital de Suiza, Berna (dato que no todo el mundo conoce, pues Berna no es la ciudad más grande ni la más importante de Suiza y por ello, la confusión), decidimos vivir en Zürich, ciudad cosmopolita, de mayor tamaño (para los parámetros suizos, ya que no llega al medio millón de habitantes). Vivimos cinco felices años, con una ubicación privilegiada, a metros del lago, de la estación de Enge y a pasos de la parada de tranvía, de varios parques, a minutos caminando de la estación principal de tren. Un hermoso departamento, con dos balcones, super luminoso. Lugar de acogida por primera vez de muchos seres queridos. Vivir en Zürich fue fascinante, aprendí a vivir en una ciudad diferente, con bajos niveles de estrés y casi sin ruidos (sin contar los tranvías, pero sin bocinas, ni gritos, ni perros ladrando, ni niños llorando, y quien la conozca, sabrá a que me refiero). Ciudad, pero con cierta tranquilidad.
De todos modos, a pesar de la tranquilidad, decidimos en ese momento que cuando nazcan nuestros hijos, íbamos a mudarnos a las afueras, al «campo», como lo llaman muchas de mis amigas argentinas a todo lo que queda fuera de Zürich. Estamos hablando de pueblos que no están a 30 minutos de distancia. Para mí (nosotros, aunque fui la que incentivó el exilio a las afueras) era de mucha importancia que nuestros hijos se críen en un pueblo, con la posibilidad de jugar en la vereda, de conocer y crear amistad con los vecinos (algo difícil en Zürich), de conocer a los padres de sus amigos, y al mismo tiempo estar muy pero muy cerquita del bosque, río, arroyos, campos sembrados. Qué no precisen del trasporte público para movilizarse, ni tener que desplazarse dentro de la ciudad para sus actividades, ellas entre otras tantas razones.

Por lo cual, en marzo de 2012, en el quinto mes de embarazo de Matteo, cerramos nuestro querido departamento en Zürich y nos mudamos a Eglisau. Les hago una breve intro sobre el pueblito elegido. Mi marido, suizo (pero bastante malo a nivel geografía) no había escuchado hablar de él en sus 32 años de vida y la verdad, un pecado. Eglisau es un pequeño pueblo de 5’000 habitantes a orillas del Rhein (Rin), a veinticinco minutos de tren de la estación de Zürich, rodeado de colinas con viñedos y casas preciosas. En verano se respira vacaciones, helado, regata, asado, vino blanco. Vivíamos en una avenida de castaños de más de cien años, a metros del río. Allí vivió Matteo sus primeros 3 años y medio de vida. Mi pueblo en Suiza. No dudaría en volver allí ni un segundo.

Pero la vida tenía otro destino en mente: Rafz, a solo cinco minutos en coche de Eglisau, dos paradas de tren. Rafz simboliza mi familia, nuestros logros, el presente. Es otro pueblito pintoresco rodeado de viñedos y campos, con bosques por doquier. Pueblo antiguo de 1150 años, casas con entramados, fuentes, cosechadoras en verano, a minutos de Alemania (si, es un pueblo fronterizo). No tiene el charm de Eglisau, ni su río (aunque muy cerquita), ni sus tiendas monas en la calle principal, pero para mí, el oasis para las familias (como otros tantos de miles de pueblos en este país). Es acá donde vivimos y donde elegimos vivir diariamente. Al menos, hasta que los chicos sean mayores.

Ph: Cecilia Furlan

Cuando me preguntan que es lo que más valoro de vivir en un pueblo, mi lista es interminable (y me doy cuenta que por ello lo elijo a diario): caminar por los campos en verano, ir en bici a todas partes, ir al bosque a pie, porque mi hijo me trae todos los días un ejemplar nuevo de algún insecto que se encuentra en el camino a casa desde la escuela, porque sé donde viven sus amigos y porque siempre hay alguien a quien llamar que puede estar en dos minutos en tu casa en caso de necesidad. Porque la vida va más lenta, pero se disfruta más. Y cuando me hace falta la ciudad, me subo al coche y en media hora estoy allí, o en diez minutos en otra, o veinte en la otra.

A la pregunta si volvería a la ciudad; sí, definitivamente; pero no de momento. Cuando los chicos estén criados y sean mayores, es muy probable. Supongo que en la vida hay momentos para todo.
Ustedes ¿de que equipo son? ¿Ciudad o Pueblo?